Navidad… Tiempo para amar
¡Navidad! Un tiempo único, un tiempo donde todas las divisiones parecieran quedar de lado, un tiempo donde el amor y la paz parecen reinar. Navidad es el tiempo donde Dios se hizo niño. Conocemos muchas historias de niños que se volvieron reyes, pero sólo en esta un Rey se volvió niño.
Que año tan raro estamos viviendo en todo el mundo, digno de una película de ciencia ficción. ¡Pero no! Esta ha sido y es nuestra realidad, la cual debemos abrazar. El Papa Francisco, en su discurso a la curia romana del lunes 21 de diciembre de este año, ha dicho que “esta Navidad es la Navidad de la pandemia, de la crisis sanitaria, socioeconómica e incluso eclesial que ha lacerado cruelmente al mundo entero”.
Esta situación nos ha demostrado que no podemos escapar de las realidades que nos tocan vivir. Esta situación nos permite hacerlo tangible porque, aunque queramos escapar a cualquier parte del mundo, el virus está.
Esta pandemia nos ha cambiado la vida. Sin embargo, hoy hace 2020 años sucedió un hecho que iba a cambiar la vida de la humanidad entera. Hecho que año a año y día a día se repite en cada creyente o no creyente que abre su corazón al amor. ¡Sí, se repite día a día! Porque hoy recordamos el nacimiento de Jesús, aquel que, cada vez que nos abrimos a su amor, nace en nosotros. También, el Papa Francisco nos recuerda que “El tiempo de crisis es un tiempo del Espíritu”.
Este año, sin dudas, ha cambiado un montón de cosas a nivel general y personal. Pero no podemos dejar que nos quite algo, que es nuestro amor por Dios y nuestra esperanza puesta en Él. En Pascua solemos preguntarnos “¿Qué pasaría si Jesús no hubiese resucitado?”. Hoy, la pregunta que nos hago es: ¿Qué pasaría si Jesús nunca hubiese nacido? ¿Qué pasaría si Dios nunca se hubiese encarnado para visitarnos? ¿Cómo sería mi vida? ¿Cómo me transforma este nacimiento? Tomemos un momento para pensar esto.
Yo me sorprendo y caigo de rodillas frente a tanto amor, caigo porque no soy digno de Él, pero sin embargo nos eligió (y elige) y nos amó (y ama) a todos. ¡Esto es una locura! ¡Es una locura de amor! ¿Quién puede quedar indiferente frente a tanto amor?
Ahora, el verdadero amor nos moviliza, nos pone “entre la espada y la pared” en el sentido de que nos inquieta y nos exige. El miedo nos paraliza, el amor nos moviliza. El amor es contemplativo porque admira al ser amado. El amante busca conocer al amado y, para conocer, tengo que ver y escuchar. Por eso, escuchemos a Jesús: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13, 34-35) y “Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores” (Mt 5, 43-44). Y escuchemos a Juan, que amó con profundidad a Jesús, que nos dice: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8).
Que difícil un amor que nos moviliza en un tiempo donde nuestro movimiento y cercanía se ven “reducidos”. Creo fundamental que aprendamos a amar de “modos distintos” y que aprendamos a respetar las diferentes expresiones de amor. Creo firmemente, que cada uno desde su lugar y con sus formas, elige amar. Pero, ¡ojo! Porque Aquel que nació en Belén nos dice: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mc 8, 35). Pero, ¿dar la vida por otro es solo morir heroicamente por un hermano? Creo que ese es un pensamiento reduccionista. Dar la vida por Dios, por el Evangelio y por los hermanos es, también, realizar aquellos pequeños grandes gestos que Jesús siempre destacó (pueden servir como ejemplo los relatos de Mc 12, 41-44 -La ofrenda de la viuda pobre- y Lc 7, 36-50 -La pecadora perdonada-). Perdonar; llamar y escuchar al que está desconsolado, triste o solo; dar al que no tiene; entregar un mensaje de esperanza; felicitar a quien logró algo; corregir fraternalmente a quien se equivoca; entre otros actos, ¿eso no es dar la vida por Cristo, por el Evangelio y por los hermanos? ¿Eso no es amar? ¿Eso no es “tener” a Dios, si volvemos a escuchar las palabras de Juan (1 Jn 4, 8: “Dios es amor”). O mejor dicho, ¿no significa que Él está en nosotros y nosotros en Él?
Este amor movilizante, este amor hermoso, debe ser cultivado. Dios no se marcha pero nosotros muchas veces escapamos. Este amor debe estar impregnado de oración y acción, con nuestro límites y bajezas.
En esta Navidad, el deseo que tengo es que nuestro amor por Jesús sea contagioso, que se desparrame rápido y por todo el mundo. No queremos más pandemias que nos hagan mal. ¡Tampoco las provoquemos! Porque la pandemia del odio y del descarte, por ejemplo, no tiene nada que ver con una causa vírica. ¡Quiero una pandemia de amor, de paz y de bien! Una pandemia del Evangelio, una pandemia de una Buena Noticia que comienza con el nacimiento de Jesús.
¡Feliz Navidad! ¡Que Jesús nazca en nuestros corazones!
Dejo esta oración de San Francisco de Asís, que me ayuda a vivir el Evangelio, haciendo un lugar en mi corazón para Jesús. Espero que te sirva.
Señor, haz de mi un instrumento de tu paz.
Que allá donde hay odio, yo ponga el amor.
Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón.
Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión.
Que allá donde hay error, yo ponga la verdad.
Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe.
Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza.
Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz.
Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría.
Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar,
ser comprendido, cuanto comprender,
ser amado, cuanto amar.
Porque es dándose como se recibe,
es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo,
es perdonando, como se es perdonado,
es muriendo como se resucita a la vida eterna.
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